DÉJATE
ILUMINAR;
PREOCÚPATE
DE SER UNA PERSONA SALADA
Evangelio según san Mateo 5, 13-16
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus
discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa,
¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la
gente.
Vosotros sois la luz del mundo. No se puede
ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una
lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y
que alumbre a todos los de casa.
Alumbre así vuestra luz a los hombres, para
que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el
cielo».
El texto que acabamos de escuchar es continuación de las bienaventuranzas, que leímos el domingo pasado. Estamos en el principio del primer discurso de Jesús en el evangelio de Mt. Es, por tanto, un texto al que se le quiere dar suma importancia. Se trata de dos comparaciones aparentemente sin importancia, pero que tienen un mensaje de gran valor para la vida del cristiano, pues su tarea más importante sería estar ardiendo e iluminar.
El mensaje de hoy es simplicísimo, con tal que demos por supuesta una realidad que es de lo más complicada. Efectivamente, todo el que ha alcanzado la iluminación, ilumina. Si una vela está encendida, necesariamente tiene que iluminar. Si echas sal a un alimento, necesariamente quedará salado. Pero, ¿qué queremos decir cuando aplicamos a una persona humana el concepto de iluminado? ¿Qué es una persona plenamente humana?
Todos los líderes espirituales, pero sobre todo el budismo enseñan lo mismo. Buda significa eso: el iluminado. ¡Qué difícil es entender lo que eso significa! En realidad solo lo podemos comprender en la medida que nosotros mismos estemos iluminados. Está claro, sin embargo, que no nos referimos a ninguna clase de luz material. Nos referimos más bien a un ser humano que ha despertado, es decir que ha desplegado todas sus posibilidades de ser humano. Estaríamos hablando del ideal de ser humano.
Esto es precisamente lo que nos está diciendo el evangelio. Da por supuesto todo el proceso de despertar y considera a los discípulos ya iluminados y en consecuencia, capaces de iluminar a los demás. Pero como nos dice el budismo, eso no se puede dar por supuesto, tenemos que emprender la tarea de despertar. Sería inútil que intentáramos iluminar a los demás estando nosotros apagados, dormidos. En el budismo el iluminar a los demás estaría significado por la primera consecuencia de la iluminación, la compasión.
Hay un aspecto en el que la sal y la luz coinciden. Ninguna es provechosa por sí misma. La sal sola no sirve de nada para la salud, solo es útil cuando acompaña a los alimentos. La luz no se puede ver, es absolutamente oscura hasta que tropieza con un objeto. La sal, para salar, tiene que deshacerse, disolverse, dejar de ser lo que era. La lámpara o la vela produce luz, pero el aceite o la cera se consumen. ¡Qué interesante! Resulta que “mi existencia” solo tendrá sentido en la medida que me consuma en beneficio de los demás.
La sal es uno de los minerales más simples (cloruro sódico), pero también más imprescindibles para nuestra alimentación. Pero tiene muchas otras virtudes que pueden ayudarnos a entender el relato. En tiempo de Jesús se usaban bloques de sal para revestir por dentro los hornos de pan. Con ello se conseguía conservar el calor para la cocción. Esta sal con el tiempo perdía su capacidad térmica y había que sustituirla. Los restos de las placas retiradas se utilizaban para compactar la tierra de los caminos.
Ahora podemos comprender la frase del evangelio: “pero si la se vuelve sosa, ¿con qué se salará?; no sirve más que para tirarla y que la pise la gente”. La sal no se vuelve sosa. Esta sal de los hornos, sí podía perder la virtud de conservar el calor. La traducción está mal hecha. El verbo griego que emplea tiene que ver con “perder la cabeza”, “volverse loco”. En latín “evanuerit” significa desvirtuarse, desvanecerse. Debía decir: si la sal se vuelve loca o si la sal pierde su virtud, ¿cómo podrá recuperarse? Esa sal “quemada” no servía más que para tirarla en los caminos.
No podemos hacernos una idea de lo que Jesús pensaba cuando ponía estos ejemplo pero seguro que ya intuían lo que hoy nosotros sabemos. Es curioso que haya llegado a nosotros un proverbio romano que, jugando con las palabras, dice: no hay nada más importante que la sal y el sol. Muy probablemente estas comparaciones, utilizadas en los evangelios, hacen referencia a algún refrán ancestral que no ha llegado hasta nosotros.
La sal actúa desde el anonimato. Si un alimento tiene la cantidad precisa, pasa desapercibida, nadie se acuerda de la sal. Cuando a un alimento le falta o tiene demasiada, entonces nos acordamos de ella. Lo que importa no es la sal, sino la comida sazonada. La sal no se puede salar a sí misma. Pero es imprescindible para los demás alimentos. Era tan apreciada que se repartía en pequeñas cantidades a los trabajadores, de ahí procede la palabra tan utilizada todavía de “salario” y “asalariado”.
Jesús dice que “sois la sal, soy la luz”. El artículo determinado nos advierte que no hay otra sal, que no hay otra luz. Todos tienen derecho a esperar algo de nosotros. El mundo de los cristianos no es un mundo cerrado y aparte. La salvación que propone Jesús es la salvación para todos. La única historia, el único mundo tiene que quedar sazonado e iluminado por la vida de los que siguen a Jesús. Pero cuidado, cuando la comida tiene exceso de sal se hace intragable. La dosis tiene que estar bien calculada.
Cuando se nos pide que seamos luz del mundo, se nos está exigiendo algo decisivo para la vida espiritual propia y de los demás. La luz brota siempre de una fuente incandescente. Si no ardes no podrás emitir luz. Pero si estás ardiendo, no podrás dejar de emitir luz. Solo si vivo mi humanidad, puedo ayudar a los demás a desarrollar la suya propia. Ser luz, significa poner todo nuestro bagaje espiritual al servicio de los demás.
Debemos tener cuidado de iluminar, no deslumbrar. Debo estar al servicio del otro, pensando en el bien del otro y no en mi vanagloria. Debemos dar lo que el otro espera y necesita, no lo que nosotros queremos ofrecerle. Cuando sacamos a alguien de la oscuridad, debemos dosificar la luz para no dañar sus ojos. Los cristianos somos mucho más aficionados a deslumbrar que a iluminar. Cegamos a la gente con imposiciones excesivas y hacemos inútil el mensaje de Jesús para iluminar la vida real de cada día.
En el último párrafo, hay una enseñanza esclarecedora. “Para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre”. La única manera eficaz para trasmitir el mensaje son las obras. Una actitud verdaderamente evangélica se transformará inevitablemente en obras. Evangelizar no es proponer una doctrina muy elaborada y convincente. No es obligar a los demás a aceptar nuestra propia ideología o manera de entender la realidad.
En las obras que los demás perciben tienen que descubrir mis actitudes internas. Las obras que son fruto solo de una programación externa, no ayudan a los demás a encontrar su propio camino. Solo las obras que son reflejo de una actitud vital auténtica, son cauce de iluminación para los demás. Lo que hay en mi interior, solo puede llegar a los demás a través de las obras. Toda obra hecha desde el amor y la compasión es luz.
Meditación
Puedo desplegar mi capacidad de
sazonar,
puedo vivir encendido y dar calor y luz,
soy sal para todos los que me rodean
en la medida en que hago participar a otros de mi plenitud humana.
Soy luz en la medida en que vivo mi verdadero ser
y muestro a otros el camino que les puede llevar a ser en plenitud.